22/11/14

El fuego Mortal

El fuego mortal: Prometeo y Pandora



Hubo en el mundo una edad dorada en la que los dioses y el hombre convivían en paz, un tiempo anterior a que se desatara la lucha entre los dioses olímpicos y los Titanes.
En ese entonces, los hombres compartían festines con los dioses, desconocían los males que afligen hoy a la raza de los mortales y eran siempre jóvenes; no conocían el nacimiento y la muerte.
Cuando Zeus ocupó el trono del universo y con el resto de los dioses habitó el Olimpo, todo lo que pertenecía al mundo de lo primordial y el desorden fue expulsado de sus dominios, ya sea para encerrarlo en el Tártaro o para enviarlo a los mortales en la tierra. De esta manera llegó a la tierra Tifón, una fuerza destructora y caótica, que se desató entre los hombres con mucha violencia y los dejó desprotegidos.
Prometeo roba el fuego sagrado
Los hombres, a diferencia de los dioses que se alimentan solo de néctar y ambrosía de la inmortalidad, no son autosuficientes; deben comer el pan y la carne de los sacrificios y beber el vino para no morir. Estos seres contaban con la complicidad de Prometeo, hijo de un Titán, que se compadecía de su debilidad. Zeus veía con malos ojos ese trato preferencial hacia los humanos y decide quitarles el fuego del rayo, del que hasta ese momento disponían libremente. El fuego de Zeus se encontraba en lo alto de los fresnos, de donde no había más que ir a buscarlo. La ausencia del fuego divino en la tierra ocasionó una catástrofe, ya que los hombres lo necesitaban no solo para obtener calor, sino también para cocer la carne que comían.
Pormeteo, hijo de un Titán y protector de los débiles hombres, se atrevió a robar una semilla del fuego divino, desafiando la voluntad de Zeus, y de regreso a la tierra lo entregó a los hombres, que enseguida comenzaron a iluminar sus hogares y a cocinar la carne.
A Zeus, al divisar el fuego en la tierra, lo embarga la ira contra Prometeo, de quien planea vengarse.
Convoca a los distintos dioses y les ordena crear una mujer capaz de seducir a cualquier hombre. Hefesto la fabricó con arcilla y le proporcionó formas sugerentes; Hermes la doto de vida y voz humana, pero solo palabras mentirosas saldrán de su boca para seducir y manipular a los hombres; Atenea la envolvió en una vestimenta magnífica y Afrodita le otorgó todo su encanto amoroso. Entonces Zeus, conforme con la creación, la llamó Pandora: una mujer fulgurante que, bajo la apariencia de un bien, era un engañoso mal.
Pandora, regalo de los dioses, golpeó a la puerta de Prometeo, donde el benefactor de los mortales vivía junto a su ingenuo hermano, Epimeteo.
En vano aquél había advertido al hermano que nunca aceptase un obsequio enviado por los dioses. Debía rechazarlo inmediatamente para no ocasionar con ello un daño a los hombres.
Pero Epimeteo aceptó la llegada de Pandora, se enamoró perdidamente de sus encantos y la tomó por esposa.
Pandora abre la caja
Epimeteo no se dio cuenta del mal que provocaría al aceptar este obsequio, pues hasta entonces las familias de los hombres habían vivido libres de males, dolores y enfermedades. Y es que Pandora llevaba en las manos una gran caja muy bien cerrada que contenía todos los males capaces de contaminar el mundo de desgracias, y también todos los bienes.
Apenas llegada junto a Epimeteo, Pandora, víctima de su curiosidad, abrió la caja y todos los males se escaparon por el mundo, asaltando a su antojo a los desdichados mortales. También escaparon los bienes, pero estos volaron con el viento a la morada de los dioses, abandonando el mundo para siempre. Entonces, la desgracia llenó, bajo todas las formas, tierra, mar y aire. Las enfermedades, el dolor y la muerte se deslizaron por la Tierra; la vejez, la fatiga, la locura, la pasión, la tristeza y la pobreza se extendieron sobre los humanos.

La venganza de Zeus estaba consumada. Cuando Pandora advirtió lo que había hecho, cerró el arca, en el fondo de la cual solo quedó la Esperanza, consuelo del que sufre. No sabemos si fue por compensar los males de los hombres o para hacerlos sufrir eternamente a causa de las ilusiones que tal vez nunca dejen de serlo.

  

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