27/3/24

 

Qué es la literatura latinoamericana, y sus características

Elia Tabuenca


La literatura latinoamericana abarca todo un mundo de obras y autores de países, culturas, géneros, lenguas y períodos de tiempo muy distintos, por lo que es difícil determinar sus límites y sus características compartidas.

Tratar de englobar ciertos autores y obras bajo el mismo denominador de literatura latinoamericana puede parecer a veces un ejercicio de búsqueda de similitudes entre un pez y una manzana, pero hoy en Espectáculos BCN trataremos de poner orden a este vasto mundo literario para determinar qué es la literatura latinoamericana y sus características.

¿Qué es la literatura latinoamericana?

En su Diccionario de literatura latinoamericana, la Prof. Susana Cella indica que tal obra “supone la existencia de un conjunto de textos, movimientos y tradiciones propios de una literatura emergente del vasto espacio que va desde México hasta la Argentina”. La literatura latinoamericana engloba así toda la producción literaria de la América Latina, desde su nacimiento hasta hoy, tanto oral como escrita, y en todas las lenguas del territorio – principalmente el español, el portugués y el francés, pero también las lenguas indígenas, y las variantes creoles.

Así pues, la literatura latinoamericana no se define por su posición geográfica, ya que incluye gran multitud de países, además de autores emigrados fuera del marco territorial típico, ni tan solo por una lengua en común. Sus límites son más complejos de trazar, pero expertos como en La literatura latinoamericana como proceso (coord. Ana Pizarro) encuentran el eje central de este enorme corpus literario en el aspecto cultural.

En sus palabras, “lo que delimita el área comprensiva de una literatura latinoamericana es la existencia de significaciones culturales comunes”. Podríamos decir que la literatura latinoamericana se define así por un imaginario o bagaje cultural colectivo que va más allá del de la literatura de cada país que conforma la América Latina.

El concepto de la literatura latinoamericana en la historia

La literatura en la América Latina ha existido desde el principio de sus civilizaciones. Con estas nacieron las primeras expresiones literarias que conocemos en el continente, de carácter oral y a menudo finalidad religiosa o ritual – la llamada literatura precolombina. La literatura de los pueblos latinoamericanos estuvo luego fuertemente marcada por su historia, con la literatura colonial reflejando los valores evangelizadores de los colonos, o más tarde la literatura de las Revoluciones reivindicando los valores y características nacionales de cada país, pasando por épocas de influencia literaria principalmente europea.

Sin embargo, el concepto de una literatura latinoamericana que englobara las distintas literaturas nacionales no es una idea que existiera siempre en el mundo literario de la América Latina, pese a unas posibles similitudes u orígenes de las varias literaturas nacionales que lo conforman.

Mucho de lo que entendemos hoy por literatura latinoamericana está sobre todo influido y caracterizado por momentos clave en la historia literaria de la América Latina. Por un lado, existe la influencia de la literatura salida de los nacionalismos del siglo XIX, cuando un aumento del sentimiento nacional llevó a muchos intelectuales a intentar definir, pautar y analizar las literaturas de sus países con el fin de reconocer su valor.

Algunos de estos estudiosos culturales fueron Ricardo Rojas, José Martí, José Carlos Mariátegui o José Enrique Rodó. En esta revaloración de la literatura y cultura de sus propios países también empezó a introducirse el concepto de una literatura latinoamericana compartida, fruto de un sentimiento de continentalismo literario que diferenciara su literatura de la europea, por ejemplo.

Sin embargo, el momento clave por excelencia en la definición de una literatura latinoamericana es aún más reciente y coincide con el boom latinoamericano en literatura que ocurrió en los años 60 y 70. Este fenómeno literario puso la mirada del mundo literario y editorial internacional sobre varios autores y obras de la América Latina, lo que hizo necesario determinar unas pautas para definirla frente a ojos extranjeros.

El aumento de estudios y análisis literarios sobre estos autores y obras también ayudó a categorizar la literatura latinoamericana como un conjunto. Todavía hoy, los autores más influyentes de este boom – el colombiano Gabriel García Márquez, el peruano Mario Vargas Llosa, el argentino Julio Cortázar, o el mexicano Carlos Fuentes – son vistos por el público general como la cara (y por lo tanto el ejemplo principal) de la literatura latinoamericana.

Características de la literatura latinoamericana

Antes de dar una lista definitiva, hay que precisar que con un corpus tan amplio de obras y autores surgidos de países y hasta lenguas diferentes, sería imposible enumerar características de la literatura latinoamericana que fueran presentes en todas sus variaciones y expresiones.

Aun así, sí existen algunas características cuyos orígenes se encuentran en la literatura latinoamericana, y que son más presentes entre obras pertenecientes a esta literatura que en obras de otras literaturas. Estas características están relacionadas con las culturas y sociedades de la América Latina, en su imaginario cultural, social e histórico compartido.

Literatura que refleja la vida y las preocupaciones de los latinoamericanos. Esto puede verse reflejado a nivel regional, nacional o de la América Latina como conjunto.

En relación con el punto previo, se trata de una literatura donde abundan temáticas de injusticia social, inestabilidad política y/o problemas económicos o de clase, a nivel nacional o más amplio.

Literatura nacida de un mestizaje cultural. En ella se pueden apreciar las influencias tanto indígenas como europeas.

Gran proliferación de la forma literaria del cuento o el relato corto. Estos pueden ser de varios géneros, ya sea por ejemplo fantásticos o de realismo mágico como los de Julio Cortázar, como filosóficos, como los del argentino Jorge Luis Borges, entre muchos otros.

También destaca la importancia del movimiento literario del modernismo en la literatura latinoamericana, con autores como el poeta nicaragüense Rubén Darío. En él destaca la voluntad de establecer una independencia clara de la literatura latinoamericana respecto a la europea, aunque sí está influido por corrientes europeas como el parnasianismo o el simbolismo.

Realismo mágico

El realismo mágico fue el género por excelencia de la literatura latinoamericana. Aunque existe literatura latinoamericana en todos los géneros y movimientos literarios, el realismo mágico, nacido a mediados del siglo XX, ha estado dominado y perfeccionado mayoritariamente por autores latinoamericanos.

Se considera que fue introducido en la América Latina por el venezolano Arturo Uslar Petri, y desarrollado por multitud de autores como Gabriel García Márquez (Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera…), Carlos Fuentes (Aura), Juan Rulfo (Pedro Páramo), Isabel Allende (La casa de los espíritus), Demetrio Aguilera Malta (Siete lunas y siete serpientes), Elena Garro (Los recuerdos del porvenir), o Laura Esquivel (Como agua para chocolate), entre muchos otros.

Destacan las distintas nacionalidades de estos autores, lo que hace que el realismo mágico atraviese fronteras nacionales para establecerse como género típicamente latinoamericano. Este género se caracteriza por:

  • Introducción de lo extraño, sobrenatural o fantástico en situaciones cotidianas y comunes, sin que esto sea percibido como extraordinario, sino como parte de la “normalidad”.

  • “Narrador impasible”, es decir, que presenta los hechos mágicos e insólitos sin explicación y con un aire de normalidad.

  • Influencia de elementos socioculturales propios.

  • A menudo inversiones en el tiempo, o narraciones que no siguen un orden totalmente cronológico.

Autores de la literatura latinoamericana importantes

Algunos de sus autores más de la literatura latinoamericana destacados (teniendo en cuenta que muchos experimentaron con más de una forma literaria):

Prosa: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Isabel Allende, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jorge Isaacs, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Andrés Caicedo,  Ernesto Sabato, Silvina Ocampo (también poesía), Marcela Serrano

Poesía: Gabriela Mistral, Octavio Paz, Pablo Neruda, Alfonsina Storni, Rubén Darío,  León de Greiff, Mario Benedetti, Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, César Vallejo

Teatro: autores anónimos de obras precolombinas como el Rabinal Achí maya entre otros, Sor Juana Inés de la Cruz (también poesía), Luis Valdez. Cabe destacar que el boom latinoamericano no afectó a la dramaturgia de la misma forma que la prosa a causa del carácter fuertemente editorial del fenómeno.


No existe todavía un claro consenso sobre lo que es la literatura latinoamericana exactamente, sus características distintivas y límites. Las que se le atribuyen con mayor medida pertenecen además principalmente a fenómenos más bien recientes en su historia, como las características compartidas de sus autores del siglo XX.

Aunque es mayoritariamente gracias a estos que tanto el interés externo como el desarrollo interno de una llamada literatura latinoamericana se encuentra ahora en una posición de atención significativa en el panorama literario internacional de hoy en día, desde Espectáculos BCN os invitamos también a redescubrir todos aquellos autores y obras previos al boom, cuya influencia y legado es innegable para sus homólogos contemporáneos, o bien todos aquellos que perdieron el tren de la popularidad.


Bibliografía

Castro Klaren, S. (ed.) A Companion to Latin American Literature and Culture (2008), Blackwell Publishing Ltd

Pizarro, A. (coord.) Latinoamérica: el proceso literario. Hacia una historia de la literatura latinoamericana (2014) Santiago de Chile: Ril editores

Locane, Jorge J. De La Literatura Latinoamericana a La Literatura (latinoamericana) Mundial Condiciones Materiales, Procesos y Actores (2019). Berlin/Boston: De Gruyter

Cella, S. Diccionario de literatura latinoamericana. (1998). Buenos Aires: El Ateneo.





18/3/24

Fragmento de Cómo se hace una novela

 Héteme aquí ante estas blancas páginas -blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!- buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada instante. Trato, a la vez, de consolarme de mi destierro, del destierro de mi eternidad, de este destierro al que quiero llamar mi des-cielo.

¡El destierro!, ¡la proscripción! y ¡qué de experiencias íntimas, hasta religiosas, le debo! Fue entonces allí, en aquella isla de Fuenteventura, a la que querré eternamente y desde el fondo de mis entrañas, en aquel asilo de Dios, y después aquí, en París, henchido y desbordante de historia humana, universal, donde he escrito mis sonetos, que alguien ha comparado, por el origen y la intención, a los Castigos escritos contra la tiranía de Napoleón el Pequeño por Víctor Hugo en su isla de Guernesey. Pero no me bastan, no estoy en ellos con todo mi yo del destierro, me parecen demasiado poca cosa para eternizarme en el presente fugitivo, en este espantoso presente histórico, ya que la historia es la posibilidad de los espantos.

Recibo a poca gente; paso la mayor parte de mis mañanas solo, en esta jaula cercana a la plaza de los Estados Unidos. Después del almuerzo voy a la Rotonda de Montparnasse, esquina del bulevar Raspail, donde tenemos una pequeña reunión de españoles, jóvenes estudiantes la mayoría y comentamos las raras noticias que nos llegan de España, de la nuestra y de la de los otros, y recomenzamos cada día a repetir las mismas cosas, levantando, como aquí se dice, castillos en Españas. A esa Rotonda se le sigue llamando acá por algunos la de Trotski, pues parece que allí acudía, cuando desterrado en París, ese caudillo ruso bolchevique.

¡Qué horrible vivir en la expectativa, imaginando cada día lo que puede ocurrir al siguiente! ¡Y lo que puede no ocurrir! Me paso horas enteras, solo, tendido sobre el lecho solitario de mi pequeño hotel –family house-, contemplando el techo de mi cuarto y no el cielo y soñando en el porvenir de España y en el mío. O deshaciéndolos. Y no me atrevo a emprender trabajo alguno por no saber si podré acabarlo en paz. Como no sé si este destierro durará todavía tres días, tres semanas, tres meses o tres años -iba a añadir tres siglos- no emprendo nada que pueda durar. Y, sin embargo, nada dura más que lo que se hace en el momento y para el momento. ¿He de repetir mi expresión favorita la eternización de la momentaneidad? Mi gusto innato -¡y tan español!- de las antítesis y del conceptismo me arrastraría a hablar de la momentaneización de la eternidad. ¡Clavar la rueda del tiempo!

(Hace ya dos años y cerca de medio más que escribí en París estas líneas y hoy las repaso aquí, en Hendaya, a la vista de mi España. ¡Dos años y medio más! Cuando cuitados españoles que vienen a verme me preguntan refiriéndose a la tiranía: “¿Cuánto durará esto?”, les respondo: “lo que ustedes quieran”.

Y si me dicen: “¡esto va a durar todavía mucho, por las trazas!” yo: “¿cuánto? ¿cinco años más, veinte?, supongamos que veinte; tengo sesenta y tres, con veinte más, ochenta y tres; pienso vivir noventa; ¡por mucho que dure yo duraré más!” Y en tanto a la vista tantálica de mi España vasca, viendo salir y ponerse el sol por las montañas de mi tierra. Sale por ahí, ahora un poco a la izquierda de la Peña de Aya, las Tres Coronas y desde aquí, desde mi cuarto, contemplo en la falda sombrosa de esa montaña la cola de caballo, la cascada de Uramildea. ¡Con qué ansia lleno a la distancia mi vista con la frescura de ese torrente! En cuanto pueda volver a España iré, Tántalo libertado, a chapuzarme en esas aguas de consuelo.)

(...)

En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa, de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?

En estos días de mediados de julio de 1925 -ayer fue el 14 de julio- he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscrito que fue José Mazzini escribió a Judit Sidoli. Un proscrito italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: “Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor… Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece”. Yo también he puesto a mi Concepción, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque es en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, los repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque

a) se nace vivo,
b) se nace y se muere muerto,
c) se nace vivo para morir muerto y
d) se nace muerto para morir vivo.

Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado -se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate… ¡Ah, cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!- se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad y objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!

(...)

He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros.(...)  Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes, o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada.(...)

Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos -es consabido-, y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de zapa. Y no sólo mi tragedia, sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir, de todos los hombres -animales políticos o civiles, que diría Aristóteles-, la de todos los que escribimos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto. Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad -omnis no es totus- no la impersonalidad de este relato. Que no el ejemplo de ego-ismo sino de nos-ismo.

¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo. Y he aquí por qué no puedo mirarme un rato al espejo, porque al punto se me van los ojos tras de mis ojos, tras su retrato, y desde que miro a mi mirada me siento vaciarme de mí mismo, perder mi historia, mi leyenda, mi novela, volver a la inconciencia, al pasado, a la nada. ¡Cómo si el porvenir no fuese también nada! Y, sin embargo, el porvenir es nuestro todo.

¡Mi novela!, ¡mi leyenda! El Unamuno de mi leyenda, de mi novela, el que hemos hechos juntos mi yo amigo y mi yo enemigo y los demás, mis amigos y mis enemigos

¿Seré como me creo o como se me cree? Y he aquí cómo estas líneas se convierten en una confesión ante mi yo desconocido e inconocible; desconocido e inconocible para mí mismo. He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme. Pero voy al caso de mi novela. (...)

Porque había imaginado, hace ya unos meses, hacer una novela en la que quería poner la más íntima experiencia de mi destierro, crearme, eternizarme bajo los rasgos de desterrado y de proscrito. Y ahora pienso que la mejor manera de hacer esa novela es contar cómo hay que hacerla. (...)

Pero hay otro mundo, novelesco también; hay otra novela. No la de la carne, sino la de la palabra, la de la palabra hecha letra. Y ésta es propiamente con la letra, pues sin el esqueleto no se tiene pie en la carne. Y aquí entra lo de la acción y contemplación, la política y la novela. La acción es contemplativa, la contemplación es activa; la política es novelesca y la novela es política.(...)  Y yo quiero contarte, lector, cómo se hace una novela, cómo haces y has de hacer tú mismo tu propia novela. El hombre de dentro, el intra-hombre, cuando se hace lector, contemplador, si es viviente, ha de hacerse, lector, contemplador del personaje a quien va, a la vez que leyendo, haciendo, creando, contemplador de su propia obra. El hombre de dentro, el intra-hombre -y éste es más divino que el tras-hombre o sobre-hombre nietzscheniano- cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea, actor; cuando lee una novela se hace novelista, cuando lee historia, historiador. Y todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. (...)

¿Me has comprendido, lector? Y si te dirijo así esta pregunta es para poder colocar a seguida lo que acabo de leer en un libro filosófico italiano -una de mis lectura de azar- Le sorgenti irrazionali del pensiero, de Nicola Abbagnano, y es esto: “Comprender no quiere decir penetrar en la intimidad del pensamiento ajeno, sino tan sólo traducir en el propio pensamiento, en la propia verdad, la soterraña experiencia en que se funde la vida propia y la ajena.” Pero ¿no es esto acaso penetrar en la entraña del pensamiento de otro? Si yo traduzco en mi propio pensamiento la soterraña experiencia en que se funden mi vida y tu vida, lector, o si tú la traduces en el propio tuyo, si nos llegamos a comprender mutuamente, a prendernos conjuntamente, ¿no es que he penetrado yo en la intimidad de tu pensamiento a la vez que penetras tú en la intimidad del tuyo y que no es ni mío ni tuyo, sino común de los dos? ¿No es acaso que mi hombre de dentro, mi intra-hombre, se toca y hasta se une con tu hombre de dentro, con tu intra-hombre, de modo que yo viva en ti y tú en mí?

(...)

Y no me saltes diciendo, lector mío -¡y yo mismo, como lector de mí mismo!- que en vez de contarte, según te prometí, como se hace una novela, te vengo planteando problemas, y lo que es más grave, problemas metapolíticos y religiosos. ¿Quieres que nos detengamos un momento en esto del problema? Dispensa a un filólogo helenista que te explique la novela, o sea la etimología, de la palabra problema. Que es el sustantivo que representa el resultado de la acción de un verbo, proballein, que significa echar o poner por delante, presentar algo, y equivale al latino projicere, proyectar, de donde problema viene a equivaler a proyecto. Y el problema, ¿proyecto de qué es? ¡De acción! El proyecto de un edificio es proyecto de construcción. Y un problema presupone no tanto una solución, (...) cuanto una construcción, una creación. Se resuelve haciendo. O dicho en otros términos, un proyecto se resuelve en un trayecto, un problema en un metablema, en un cambio. Y sólo con la acción se resuelven problemas. (...) Pues creer que se puede hacer política sin novela o novela sin política es no saber lo que se quiere creer.

Gran político de acción, tan grande como Pericles, fue Tucídides, el maestro de Maquiavelo, el que nos dejó “para siempre” -“¡para siempre!”: es su frase y su sello -la historia de la guerra del Peloponeso.

Y así es, lector, como se hace para siempre una novela.