12/3/15

El autor y el lector


La persona que escribe una obra literaria es designada con el nombre de autor. Es quien produce la literatura y a quien se le han ido otorgando, a través del tiempo, diversos lugares y funciones en la sociedad.
En la antigüedad, las historias se transmitían oralmente, modificándose de generación en generación. El concepto de autor, una persona que sea el creador de la obra literaria, no existía: las historias se consideraban parte de la tradición y como propiedad del pueblo, o bien inspiradas por dioses. 
Durante siglos, los autores han quedado en el anonimato y solo a partir del siglo XV, coincidiendo con la invención de la imprenta, se reivindicó el papel del autor como personalidad propia capaz de engendrar una obra única y original. 
Desde esta perspectiva, hasta hace poco tiempo, al analizar una obra literaria se consideraba fundamental conocer la biografía del autor. Lo importante al leer, entonces, consistía en descubrir qué había querido decir el autor como único dueño de la producción de sentidos. 
El siglo XX desplazó la omnipresencia del autor al incorporar al lector como partícipe activo en la construcción de sentidos del texto.
El creador de ficciones, en la actual sociedad de consumo, dependerá económicamente de un mercado: editoriales, librerías publicidad. Este circuito es el que deberá recorrer el libro, en tanto objeto cultural, para llegar a su destinatario: el lector

Pocos piensan hoy que el significado de un texto se fija en el momento de su escritura y queda inmóvil e idéntico a sí mismo para siempre.
Si algo nos demuestra la historia de la literatura es que los libros cambian como paisajes iluminados por luces diferentes, recorridos por sendas que cada uno va inventando según sus deseos, sus destrezas y sus límites. Cada lector encuentra su perspectiva favorita, desde la que organiza el espacio y da sentido a cada uno de los elementos.
El recorrido por el paisaje-texto se hace como se puede, es decir, con los saberes que se han aprendido antes, en esos otros escenarios que son la escuela, la vida cotidiana, las relaciones sociales y económicas, las experiencias más públicas y las más secretas.
Ahora bien, ¿se puede hacer cualquier cosa con un libro? , ¿se puede recorrer de cualquier modo el paisaje de sus signos? Evidentemente, no. Las lecturas enfrentan  límites definidos por lo que los lectores saben y pueden hacer con lo aprendido en otros lugares (en la vida, en textos anteriores, en la escuela)
Entonces, el ejercicio de la lectura remite a otros ejercicios; el de la diferencia social en los gustos y las habilidades. No hay una democracia de los textos donde todos somos iguales; por el contrario, hay clases de textos y clases de lectores donde la desigualdad ha plantado, de antemano, sus fronteras.
 
Beatriz Sarlo, Clarín, Buenos Aires, 19 de enero de 1995 (adaptado)

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